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Bienvenidos a Cuentos y Relatos
En esta sección, nos adentramos en el maravilloso mundo de los cuentos, donde la imaginación no tiene límites y cada palabra es una puerta a un universo nuevo. es un espacio dedicado a los relatos que nos hacen soñar, reflexionar y, sobre todo, sentir.
Así que, acomódate en tu rincón favorito, abre tu mente y tu corazón, y prepárate para dejarte llevar por los cuentos de nuestros colaboradores . ¡Esperamos que disfrutes de cada palabra tanto como nosotros disfrutamos trayéndotelas!

COLABORAN EN ESTA SECCIÓN
Sandra B Romeo (Argentina) – Libia B Carciofetti (Argentina) – Nélida Delbonis (Argentina) – Andrea Morini (Argentina) – Carlos González Saavedra (Argentina) – E. Gormley (España) – Jaime Hoyos Forero (Colombia) Jorgelina Nofal (Argentina) – Graciela Reveco (Argentina) – Xóchitl Robles Bello (México)

EL MILAGRO AMERICANO
Sandra B. Romeo
Argentina
El aire se ha vuelto música.
Son palomas nocturnas las manos de los negros sobre los tambores.
Retumban mensajes lejanos desde los pies de los esclavos andando caminos.
Los blancos se reúnen entre sí para ver si alguno aporta una noticia nueva. Acaso la
noticia que justifique el desconcierto que los embarga.
Los perros olfatean el aire extraño que precede a las grandes tormentas, los grandes
cambios.
También los pequeños acontecimientos.
Blancos y perros están más que seguros que algo va a suceder.
Atentos, solemnes, esperan lo que sobrevendrá.
Sobrecogidos de espanto, ateridos de terror.
Esperan.
Sin embargo el cielo nunca estuvo más azul ni el mar más refulgente.
Por esto blancos y perros sospechan que dentro de tanto colorido y brillantez, en medio
de tanta transparencia y espesura hay algo que se esconde.
Paralizados en un aire musical.
Esperan.
Los esclavos se muestran de un desafiante buen humor.
Nunca han golpeado sus tambores con más ímpetu.
De noche en sus barracas y viviendas los negros se comunican, con gran regocijo, las
más raras noticias.
Noticias con olor y color a una tierra lejana y extrañada.
Mensajes inmortales cabalgando en los vientos para llegar a todos aquellos que estén
dispuestos a oírlos.
Los esclavos siempre están atentos al milagro.
Lo llevan en la sangre como el más preciado don por tener la vida que tienen.
Entonces el milagro aparece
.
El sol había salido hacía rato. Inmenso, brillante, redondo, amparando en su luz las
sombras de la noche.
El día despertó silencioso llevando por eso tranquilidad a blancos y perros sobre los
acontecimientos futuros.
Ni un solo tambor en la mañana.
Sólo la noche y los oscuros se alimentan de música en estos tiempos.
Los dueños del maíz y las cañas bajan a la plaza del puerto como todos los días, a saber
de las noticias, a comprar esclavos.
Los perros los acompañan.
Las criadas criollas de los dueños del maíz y las cañas bajan a la plaza del puerto, como
todos los días, a comprar provisiones.
Los perros las acompañan.
Amos, criadas y perros no alcanzan a ver el mar.
Oscureciendo el día, los esclavos unidos en un silencio ritual, ocupan la plaza del puerto.
De espaldas a las calles del pueblo y sin perder de vista el mar.
El canto visceral de sangre fresca y antigua sube por sus gargantas y explota al cielo azul
recuperando ancestrales sufrimientos y pronosticando futuras alegrías.
Quietos sus cuerpos.
Alzadas al sol sus caras.
Mostrando a sus dioses las palmas de sus manos.
Han escuchado el mensaje.
Esperan.
La manzana entera comienza a girar lentamente, separándose del suelo.
La espuma de las olas toma cuerpo de mujer.
Sus brazos perlados acunan a sus hijos esclavizados en una tierra extraña.
Sosteniendo la enorme plaza por encima de su cabeza, hace noche del día y desaparece
cielo adentro por encima del mar.
Desde entonces hasta hoy la Señora luce una tiara de brillantes perlas negras.
Las crónicas históricas callan este milagro americano. Sólo hacen mención a una rebelión
de negros que terminó con la muerte de todos ellos.
Sin embargo la sangre negra lleva tambores en el alma, el aire se le vuelve música y a
veces la espuma del mar estalla como el cuerpo de una mujer ambarina y caracola.

PERFUME
Nélida Delbonis
Argentina
Iba al cajero de Tribunales, necesitaba dinero, no fue en auto porque costaba mucho ubicar dónde estacionar. No era tan lejos. Disfrutaba la mañana, casi otoñal, cuando sintió el perfume penetrante de una colonia masculina y vio al hombre, tendría alrededor de cuarenta años, parecía que se había bañado en loción. Debía pasar delante de él, todo su cuerpo se tensó en una actitud defensiva, el hombre la miraba, penetrándola con los ojos. Siguió adelante, lo ignoró, pero sentía su presencia amenazante. Su perfume la siguió, temió darse vuelta y verlo.
Las puertas giratorias de Tribunales la recibieron. Caminó hasta el espacio donde se encontraba el cajero automático, había una cola de siete personas. Se volvió sobre sus pasos, no vio al hombre, aunque lo sentía como el cazador que no renuncia a su presa. Debía perderlo en ese laberinto de oficinas. Subió al primer piso y otro piso más, anduvo por pasillos, bajó. Entró a una sala donde se llevaba a cabo un juicio.
Prefirió un asiento, entre el público, donde podía vigilar la puerta. Se tranquilizó, nada podía ocurrirle en ese ámbito. Miró a su alrededor y lo vio en el banquillo de los acusados. ¿Cómo era posible que estuviera sentado en ese lugar? Prestó atención al juicio. Estaba acusado de violar y asesinar a una mujer.
—¿Había dos hombres tan iguales? —se preguntaba. Estaba segura de no haberlo imaginado.
—El arma, un cuchillo, tenía sus huellas, además se encontró su ADN en el cuerpo de la joven —afirmaba el fiscal:
Algo muy fuerte la mantenía en su asiento, no podía eludir presenciar ese juicio, era como si fuera parte de él. No tuvo noción del tiempo que estuvo escuchando testigos. Hasta que testificó el medico que había atendido a la joven, para demostrar como había sucedido el hecho, el padecimiento de la ultrajada. El fiscal expuso fotos que se proyectaron en una pantalla y dijo el nombre de la victima. Temblaba ¿Cómo podías ser? Era su imagen y su nombre. Ella estaba viva y nada de lo que decían había ocurrido.
¿Acaso se encontraba en un salón donde se predecía el futuro? Si eso era cierto ella podía evitar el oráculo.
Se paró, perpleja; nadie advirtió que ella era igual a la victima. Como hipnotizada caminó por el pasillo hacia el acusado. Se puso frente a él, ninguno parecía darse cuenta. Cuando él la vio, trató de atraparla, solo pudo manotear el aire, gritó algo incomprensible y se desplomó.
Fue una muerte súbita ninguno se preocupó por salvarlo. No sintió más el perfume. Salió de la sala, sin que la miraran.

EL OJO DE LA CÁMARA SE ALTERA
Nélida Delbonis
Argentina
Comenzamos la filmación sin imaginar que cuando se busca algo siempre se encuentra alguna señal.
La acción transcurre en una época esquizofrénica donde el miedo está instalado. Es una ciudad cercana a la capital. En un barrio con árboles altos. Algunas casas con balcones, rodeadas por un parque. Otras bajas, algunos edificios. Anochece.
Por la calle caminaba una mujer de andar ligero pero temeroso. Iba en dirección al río. La cámara gira hacia una casa iluminada donde se oye la música de un baile.
Seguimos a la mujer que se desvía hacia la casa. Va a ver la fiesta que está detrás de la reja, hipnotizada por la melodía. Todo le parece extraño y nuevo, recién vivido, en una memoria que aprieta. Con la canción, el cuerpo del amante se acuesta y se levanta en su recuerdo.
Vemos mejor a la mujer, es muy joven. En la película se llama Mora. Llora. Inmóvil llora. La mujer sale de la imagen, abandona el campo del ojo de la cámara. La filmación recorre el espacio, gira y retoma la dirección de la mujer que ahora camina sola en la calle recta y sombría.
Entra a una casa chata. La madre está cocinando. La madre no impide nada. Dejará que ocurra lo que deberá ocurrir a lo largo de la historia que se cuenta.
El silencio se transforma en ruido de autos, de frenadas, pasos agresivos. Golpean la puerta. Gira el ojo de la cámara buscando a los soldados. La pupila de la filmadora vuelve a la mujer ahora muy asustada.
La noche se hace cómplice de los usurpadores. La acción del film cambia, se ubica en otro tiempo y espacio.
Mora llega a un edificio y ve hombres con fusiles que sacan a Darío de su departamento.
—¡Corre! grita Darío y ella corre.
—¡Deténganla —los gritos la impulsan. La noche entera se vuelve cómplice y logra escapar.
La escena vuelve al presente. En este tiempo la mujer no puede evadirse. La suben a un auto, le vendan los ojos, la atan y la arrojan al piso. Los soldados le gritan a los vecinos que se asoman:
—Bajen las persianas o tiramos.
—Vamos —señala otro, y ponen los autos en marcha.
La cámara sigue a los vehículos que se deslizan a toda velocidad. Cruzan la ciudad. Entran por un portón, es un lugar opaco. La bajan del auto.
—¿Dónde estoy? ¿Adónde me llevan? ¿Por qué me detienen? —murmura Mora temblando. La tiran en una pieza mugrienta y sin ventanas, con otras mujeres.
— ¡Corten! —indica el director.
—Cuando editamos las escenas filmadas, aparecen soldados que no contratamos
como extras —indica el asistente.
—¿Cómo es posible?¿De dónde salieron? —pregunta el productor.
—Continuaremos mañana con la filmación. Vamos a ver esa toma —ordena el director.
—Dejemos los sucesos correspondientes a los interrogatorios, seguimos con los exteriores y después continuamos con esas escenas complicadas donde el trabajo actoral es muy intenso.
La acción comienza a rodarse al otro día. Después de un tiempo interminable en cautiverio, la mujer transformada, sale. El paisaje comienza a moverse: regresan los colores originales, los tonos turbios se acurrucan. Ve que la luz sigue siendo luz a pesar de ella. El cielo desnudo de nubes y el sol la reciben. Camina, siente que aún puede mover los pies. Anda sin la gracia turbadora de la primera escena. Mora mira sin ver, sin tiempo, sin memoria, sin identidad, balbuceando incoherencias. El ojo de la cámara la sigue.
Rápidamente la rodean soldados y le apuntan con sus armas.
—Detengan a todos y secuestren las cámaras de filmación —grita un oficial.
La actriz trastornada continúa caminando. El camarógrafo tira la filmadora e intenta escapar; el ojo de la cámara en el suelo se altera. El director no entiende si ingresaron al film o la realidad los captura.

REVELACIÓN
Andrea Morini
Argentina
«¿Cuál es la naturaleza del tiempo? ¿Hubo un principio o habrá un final en el tiempo?»
Stephen Hawking
«El comienzo y el fin convergen en ese instante, casi sagrado, en que nuestro espíritu lo asume como tal.» Paula repetía a menudo esta frase en sus clases, casi como un mantra, aunque, reconocía que, tal vez, el sentido profundo de la misma le resultaba inasible.
Esa tarde reflexionaba sobre este y otros temas, después de haber brindado, en la Universidad, una clase magistral sobre la naturaleza del tiempo.
Siempre le habían fascinado esos tópicos, por lo que, desde muy joven estudió física, para tratar de dar con alguna respuesta ante lo que sentía como un enigma inconmensurable, tanto así, que suele resistirse hasta a las mentes más brillantes.
No reconoce el momento por el cual la atracción por su naturaleza formó parte inherente de su personalidad, cómo lo es para otros el fútbol, el maquillaje o la psicología.
Simplemente parece haber sido así desde el principio. Siendo muy niña ya aseveraba, a quien quisiera escucharla, que ella «atraparía el tiempo para sí». Tal vez pensaba que de esa manera nunca se le acabaría.
Esa tarde, mientras muchos la felicitaban, su mente deambulaba peregrina por los entresijos de la duda, lo que siempre terminaba derivando hacia nuevas preguntas para su razón inquieta. No le interesaban tanto las respuestas, sino, mucho más, las incógnitas.
En cuanto pudo se escabulló hacia el estacionamiento, tenía que viajar a Buenos Aires, su ciudad, desde Mar del Plata, lugar en dónde había sido invitada para la disertación.
Pasó apurada por el hotel donde se alojaba, recogió sus maletas, observó el viejo reloj que adornaba su muñeca y, preocupada, se dispuso a partir, no sin antes mirar por la ventana el amplio mar que derrama sus aguas en esa bella costa bonaerense.
En recepción dejó las llaves de su habitación, mientras el encargado le entregaba un sobre a su nombre, doctora Paula Fuertes, llevaba escrito en su frente, sin remite.
No leyó su contenido, lo haría al llegar a su casa, estaba ansiosa por irse. Tenía la perturbadora sensación de que allí ya no debía estar, como si tuviera una cita ineludible a la cual acudir, aunque no supiera, o recordaba, de qué se trataba. No sé resistió, simplemente salió, subió a su auto y, poniéndolo en marcha, dirigió su sino hacia la ruta 2.
Todo discurrió sin inconvenientes por lo cual, en apenas un par de horas, estaba tomando un café en Dolores, ciudad a mitad de camino entre el lugar de partida y el destino.
En ese momento recordó la nota que había guardado en el bolsillo de su chaqueta.
La abrió y descubrió, en una letra abigarrada y picuda, una frase que la conmovió porque era algo que ella misma había elucubrado muchas veces.
«Podrás escapar de tu destino, pero nunca de ti misma. El tiempo es un bucle que te envuelve inexorable», así rezaba el papel, cómo una sentencia de los dioses, del destino, de Cronos o quienquiera fuera que había escrito esas palabras.
Tardó unos minutos en retomar el camino, la oración quedó circulando por sus pensamientos, siniestra y amenazante, pero su mente racional la dejó por obtusa.
«Alguien tuvo ganas de gastar una broma pesada», atinó a pensar antes de dar arranque y enfilar hacia el obelisco.
A los pocos kilómetros, el camino se angostaba por reparaciones, una mano para ir y otra para volver. Nada llamó su atención, no había autos alrededor, por lo que, sin bajar la velocidad, continuó avanzando.
A partir de entonces, no recuerda bien que pasó, pero, de pronto se encontró apoyada sobre el techo de su auto, con parte de su cuerpo saliendo por la ventanilla del lado del acompañante, mirando a lo lejos un árbol que se alzaba majestuoso en su soledad pampeana.
Un ruido de sirenas y gente se arremolinaba en el entorno. Quiso gritarles que ella los veía, que estaba bien, y solo tenían que ayudarla a levantarse, pero algo le impedía hacerlo.
Abrumada atisbó a su alrededor buscando ayuda. No la encontró, pero en ese devenir esópico, vio a una niña en el auto detenido en el sentido contrario al que ella circulaba. La pequeña contemplaba la situación conmovida mientras, asqueada, le devolvía el sándwich que estaba comiendo a su madre.
Sus grandes ojos verdes, abiertos como platos, descubrían aterrados la sangre derramada en la pista y el rostro sin cara de la extraña, surcado por hilillos rojos.
Sus miradas se cruzaron. Creyó entrever, entonces, en esas pupilas jóvenes algo de sí misma, mientras un relámpago de memoria azotó sus recuerdos más arcaicos.
Aquella escena, desde la mirada infante, la había vivido en su niñez más temprana, si hasta pudo recordar el sabor de la comida en su boca. Hasta ese momento no fue consciente de lo inaugural de ese suceso en su vida, la represión lo había sepultado en el olvido antes de aventurarse en él.
Principio y fin convergen en ese sitio, en dónde rapaza y adulta se reconocían sin saberlo.
«Este es el bucle del agorero», imaginó, «encontrarme en el inicio del final de mi destino».
Paula descubrió así el porqué de su afán por asir la naturaleza del tiempo. Le resultó curioso develar ese misterio en este momento, tal vez la respuesta a la pregunta más importante de su vida, acaeció en el suceso que marcó su fin. Detenerse y echar la vista atrás signó el derrotero del mismo.
La niña examinó su rostro insondable, justo antes de que el auto en el que viajaba arranque dejando la escena atrás. Jamás olvidaría ese día, aunque no le fuera revelado, hasta el final, su sentido. El bucle comienza a cerrarse sin anoticiar a los implicados.
Paula, finalmente, abandonó el camino y se dejó llevar hacia los confines de su tiempo.

DE POSTRE, DURAZNOS
Carlos González Saavedra
Argentina
Corría el año 1960 y a papá lo ascendieron. Significaba una sustancial mejora económica. Casi de pincha papeles a la teneduría de libros; su jefe contador, había sido promovido, a la gerencia
El frigorífico “LA NEGRA” estaba en Avellaneda y era unos de los primeros y más modernos de la época. No era fácil progresar en esas empresas, ya que sus dueños ingleses, eran sumamente exigentes con sus empleados. Debía estar todo en absoluto orden, para enviar los reportes a Inglaterra.
Papá para eso era un genio, aparte mis tíos trabajaban en el correo en despacho al exterior, de manera que las cartas salían y llegaban con una rapidez inusual, lo cual había merecido, tanto el jefe como papa felicitaciones varias. Mamá estaba contenta, mi hermana y yo sabíamos que algo bueno y nuevo estaba pasando. En un almuerzo familiar, mis padres anuncian que han invitado al promovidogerente, a almorzar en casa, a modo de festejo por los ascensos.
Debíamos portarnos bien en la mesa. No apoyar los codos, esperar que mama sirva, cruzar las manos y mantenerse a una cuarta de la mesa, cosa que papa se ocupaba una semana antes del evento, de medir con su mano si estábamos bien. Por supuesto la casa debía estar impecable para ese domingo y debíamos colaborar. Enceramos los pisos, lavamos el patio esa mañana.Estaba todo reluciente. Mi hermana con un vestidito muy lindo y yo con pantalón corto y camisa al tono. Impecables los cuatro. El contador Enrique Talent había dicho que tomaba el tren en Constitución de las 11.10 hs y estaría llegando a las 11.50 hs.a Rafael Calzada. Papá lo iría a buscar a la estación. La mesa con mantel y flores, daban un toque muycálido, a la visita.
Cuando faltaban unos minutos para ir a buscar al contador, un grito de desesperanza de mama anuncia… Carlos me olvide el postre!!! Porque no compras en el andén de la estación, una lata de duraznos al natural, en esa frutería que abrieron nueva, de paredes de chapa amarillas. Papá sin mucho que solucionar, asintió con la cabeza y allá fue. Domingo al mediodía no había muchas alternativas, estaba todo cerrado, tampoco había tiempo para salir a buscar nada. Llegó 11.50 hs. Justo cuando bajaban todos, entre ellos Talent, que entre sus manos traía unos ramos de flores para mamá y una lata de duraznos en almíbar comprados en Constitución.
Ante el recibimiento, papá no dijo palabras, se sintió agraciado por los presentes ya que de algún bolsillo termino sacando caramelos para mi hermana y para mí. Enrique Talent era una persona muy humana, de mirada y apariencia triste. Iluminaba su expresión con una sonrisa y encendidos ojos celestes., algo mayor, soltero y con ganas de mucho afecto, papá lo estimaba mucho.
Todo se desarrollo en absoluta normalidad, almorzamos muy rico. A los postres, mamá había preparado en una fuente de vidrio los duraznos en almíbar, listos para servir. Sale contenta de la cocina y con su mejor sonrisa, dice:
-Ay señor Talent disculpe Ud.por los duraznos en almíbar .No he tenido tiempo para hacerflan.
Papá replica:
-Tita los duraznos los trajo Enrique, los compro en Constitución.
Mamá estuvo media hora muda, Sin saber salir del momento incómodo. A Enrique le causo gracia. Papá se disculpaba del desliz. Nosotros callados, no sabíamos si reír o llorar. A papá lo volvieron a ascender, promovido por Mr. Talent, a pesar del postre.

OTOÑO
E. Gormley
España
El otoño es un período especial. En las regiones templadas es la estación de días soleados, noches frías y cielos azules, en la que las colinas boscosas se van tiñendo de cientos de tonos dorados,
anaranjados y rojizos. Es el tiempo en que el verde eterno de los pinos y los cedros sirve de discreto telón de fondo a los vivos rojos y amarillos de los árboles de hoja caduca.
En algunos países orientales, como Japón y Corea, se valora especialmente esta época del año. En Japón se acostumbra a salir a “cazar los colores del otoño”, expresión que nombra las excursiones que permiten admirar el arte de la naturaleza.
Cuando Vivaldi compuso” El Otoño” sabía muy bien lo que escribía: época de alegría, de cosecha, de apretadas simientes que terminan dando fruto. Durante los casi once minutos que dura el movimiento, el italiano nos lleva de viaje por un mundo que se desnuda mientras cambia de colores. Un mundo de vendimia, de fiesta y de danzas campesinas. De alegre embriaguez con vino joven y expediciones de montería.
El otoño tiene fama de triste, oscuro y melancólico, injustamente atribuida por recibir la bajada de temperaturas del fin del verano y de horas de luz. También porque trae consigo: la vuelta al colegio, a la oficina… a lo que llamamos vida normal. Pero el otoño no es todo amargura.
El otoño es disfrutar de las mejores luces naturales del año, de los primeros y agradecidos fríos tras la olas de calor veraniegas y de la caída de las hojas de los árboles al sabor de un café. Es reencontrarse con la casa, con el sofá y con la manta. Y hasta disfrutar de la lluvia tras los cristales de una estancia seca y templada. ¡¡Feliz otoño!!
Hace ya casi un mes que llegó el otoño, que no es tan solo una estación del año comprendida entre su equinoccio y el solsticio de invierno, sino también es tiempo de cambio, metáfora de la transitoriedad de la vida y de la preparación hacia ese futuro incierto que se avecina duro y cruento.
Al igual que los ciclos humanos, los árboles han dado sus frutos, las hojas pierden su color verde hasta volverse amarillentas, marrones e incluso rojizas; después sencillamente caen al suelo y huyen perseguidas por el viento.
Antes, el árbol roba a las hojas sustancias vitales para éstas, y se aprovisiona para mejor pasar la estación fría. La naturaleza se despoja de todo artificio, de todo ornamento externo, para centrarse en su interior, en sustentar el armazón básico y necesario para sobrevivir.
Recorridas la primaveral infancia y la veraniega juventud, llega la madurez otoñal y con ella el tiempo de reflexión, el pálpito interior.
Al igual que las hojas caen de los árboles y de los calendarios, también las ilusiones, los pensamientos, los ideales y hasta las convicciones más profundas parecen desleírse como un azucarillo en el café. Ya no queda espacio para apariencias o fingimientos, el tiempo apremia.
El camino nos lleva hacia la aceptación de la madurez, a centrarnos en las pulsiones internas. Es tiempo de desnudez, de claridad; ahora los árboles desnudos sí nos dejaran ver el bosque que hay detrás.
“Aprovechemos el otoño /antes de que el futuro se congele/y no haya sitio para la belleza/porque el futuro se nos vuelve escarcha»

EL JUMENTO SABIO
Jaime Hoyos Forero
Colombia
Este burrito dejó abismados a todos los chicos de la escuela, cuando en la puerta comenzó a recitar con muy buena voz, la lección de historia del día siguiente. El rector, que salía en ese momento, entre aterrado y escéptico, viendo la barahúnda en la puerta y notando que los tres buses del colegio, por la aglomeración, no podían salir, ordenó a los muchachos que se marcharan de inmediato. A la hora de entrada del día siguiente se repitió el agolpamiento de muchachos en la puerta, porque el borrico volvió, como si también hubiera pagado matrícula, a la hora precisa.
Y esta vez fue peor porque los muchachos, cuaderno en mano, copiaban lo que el burro decía: cuestiones de física, justo el día del examen. Como los muchachos no entraban al colegio, embelesados por la sabiduría asnal, el rector se reunió de urgencia en la sala de juntas con varios profesores. La cuestión fue fácil: el profesor de electrónica dio la solución: Que el burro entrara al colegio. Así pues, el animal entró y tras él, todos los estudiantes. El rector, sin decírselo a nadie, contrató un veterinario de gran renombre en el país, quien descubrió que al animalito le habían metido en la cabeza un disco duro, de la misma marca y condición que el que usaba el profesor de electrónica, cuya broma, lógicamente, le costó el empleo. El burrito tenía almacenado en su disco duro, todo el programa lectivo del año.
Además de las lecciones que recitaba el jumento, un buen amigo mío, Néstor, encontró que en el cerebro del burro, el profesor de electrónica, para hacerles perder la materia de historia a todos los alumnos -por pura broma- le había puesto al burrito en su disco duro (todos los humanos y todos los burritos tenemos uno) una mentira, tan grande como el océano Pacífico.
La mentira era esta: que en la mitología griega, Eros (dios del amor) le había prohibido a Psique, su bella amante, mirarse al espejo. Inmensa mentira, porque lo que Eros le había prohibido a Psique, era que ella lo mirara a él. Eros, a quien ella nunca había visto porque él llega siempre de noche al palacio que había construido para ella, tenía terminantemente prohibido encender las luces. Así que Psique no conocía el rostro de su amado, ni imaginaba que él era el mismísimo Dios Eros. ¿Cuál era la razón de esta prohibición?
Todo esto tenía una clara explicación: la diosa Afrodita, envidiosa dela belleza de Psique, quien a pesar de ser mortal le igualaba -o tal vez le ganaba- en hermosura, había ordenado a Eros -también llamado Cupido- cuando todavía este no conocía a Psique, que hiciera con el poder de una de sus flechas, que Psique se enamorara del hombre mas feo del mundo. Pero sucedió lo inesperado: era tanta la belleza de Psique, que Eros, desde el primer momento quedó totalmente enamorado.
No disparó, por lo tanto, ninguna flecha. Por el contrario, raptó a Psique, sin que ella lo viera, y se la llevó a vivir en su palacio. Pero como temía el castigo de Afrodita por no haber cumplido su orden y temiendo, además, que la diosa se vengara en la persona de su amada Psique, no quiso que fuese descubierto, ni siquiera por ella, quien desde la primera noche quedó totalmente enamorada. Por esta razón, Eros prohibió a Psique que lo mirara a la cara. Ellos, de todos modos, eran felices porque se amaban locamente.
Pero lo que es la curiosidad humana…Una noche, Psique desobedeció: le alumbró el rostro con una vela cuando Eros dormía, con tan mala suerte que una gota de cera cayó sobre el cuerpo de dios, quien se despertó y al verse desobedecido se fue y nunca más volvió…Pero la amaba. Psique, desesperada, buscaba en vano por toda la Tierra a su amado. Y un día, ¡Horror de los horrores! Se encontró de manos a boca con la propia Afrodita que la hizo su esclava. Le ordenaba los más riesgosos trabajos, entre ellos bajar a los infiernos. Fueron muchas las fatigas, angustias y sufrimientos de Psique, hasta que Eros -recordemos que la amaba- pidió humildemente a Zeus (Júpiter), dios de dioses, que le hiciera un juicio (en el empíreo hay mejor justicia que aquí) a Psique.
En el juicio, Psique fue absuelta de su pecado (la desobediencia), la convirtieron en diosa, y para siempre Eros volvió a sus brazos. Es así como el amor vence todos los obstáculos, por graves que sean.
Nota: Desde luego, la parte mitológica -muy modificada- ha sido tomada de los clásicos griegos.

RESIGNACIÓN
Jorgelina Nofal
Argentina
El locutor de la radio comentó: «Parece que se viene una tormenta». Paola salió al patio y comprobó que un negro nubarrón se aproximaba. Entró la ropa y preparó café, tenía una hora antes de ir a buscar a Leo al colegio y la pequeña Liz aún dormía.
Con la humeante taza entre las manos, observó las primeras gotas de lluvias que dibujaban caminos serpenteantes en el cristal. Al igual que ellas, su mente ondeó en la propia tormenta interior. Recordó una frase leída: «Somos artífices de nuestro propio destino». Pensó que tal vez aquella angustiosa situación que vivía a diario había sido forjada por ella misma, aunque ignoraba si realmente alguna vez tuvo otra alternativa. El teléfono sonó, devolviéndola a la realidad y despertando a la bebé. Era su marido que le informaba que iría a almorzar. Debía cambiar de menú, el guiso de lentejas no le gustaba a él.
Después de comer, Miguel volvió a salir y ella quedó con el ajetreo de siempre: inglés y fútbol de Leo, las tareas y nuevamente cocinar. Durante la cena, como de costumbre, el sonido de la televisión era lo único que se oía. Hacía tiempo que había dejado de intentar conversar con él, el silencio era menos dañino que sus constantes críticas y el desdén de su mirada. Luego de lavar los platos, dejó a los niños durmiendo y se fue a trabajar. El turno nocturno de un geriátrico, era la única labor que le permitía ocuparse de su familia todo el día.
—Te ves muy pálida, querida —dijo María cuando entró— ¿Dormiste algo?
—Cuatro o cinco horas, más que otras veces.
—Así no durarás mucho.
—No me queda otra —dijo resignada mientras se ponía el uniforme.
—¿Y el zopenco de tu marido por qué no te ayuda un poco?
—No le pidas peras al olmo —su voz sonó tan profundamente afligida que sirvió como cierre de esa repetida conversación.
Se dirigió a la recepción a leer las novedades del día. Nanci, que estaba a punto de irse, la abrazó con cariño y le dijo:
—Todos duermen menos Don Estanislao, dice que no se irá a la cama hasta tener su charla diaria contigo —y poniendo los ojos en blanco agregó—. En verdad, sos la única que lo entiende.
Paola sonrió. Era un español muy culto con el que disfrutaba conversar de literatura, filosofía, metafísica y tantos otros temas que le apasionaban. Despertaba el viejo interés que la había llevado a estudiar filosofía y letras hacía ya dos décadas. Además, él era el factor principal que la mantenía firme en aquella vorágine de emociones que oscilaban entre la depresión y la locura.
Al entrar en la habitación apenas iluminada por una lámpara, lo vio en su silla de ruedas asomado a la ventana. Al oír sus pasos se le iluminó la mirada y la temblorosa mano surcada por el tiempo, le hizo señas para que se acercara.
—Me gustas cuando callas porque estás como ausente —la profunda voz de otros tiempos, era débil y pausada ahora.
—Y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca… adoro a Neruda —dijo sonriendo— ¿No le parece que es muy tarde para estar levantado? Vamos que le ayudo a acostarse.
—Querida, has nacido en otra era. El romanticismo y la sumisión de las féminas no son propios de esta época. Eres una dama muy culta como para padecer a un insensible por esposo.
—Lo sé. Por eso hablo de literatura solo con usted. Y, con respecto a mi marido, no me queda otra.
—Eres un diamante en bruto, que desconoce su propia belleza y fortaleza. Siento alipori que un cobarde egoísta ultraje tus mejores años —y tras una pausa agregó— ¿has pensado qué harías si quedaras viuda?
En ese momento sonó el timbre de alguna habitación. Alguien requería de su ayuda. Al volver, Don Estanislao se había quedado dormido.
Los días pasaron lentamente sumida en la rutina, y soportando los constantes insultos de su marido en silencio, para no discutir delante de los niños. Repasaba mentalmente una y otra vez el momento en el que su perfecto y dulce novio se había convertido en un patán. Reiteradas veces llegaba a esa primera discusión, cuando estaba embarazada de dieciséis semanas y descubrió que la engañaba. Fue esa, tal vez, la peor encrucijada de su vida.
Un debate interno entre perdonarlo y asumir que sería cornuda el resto de su vida, o cortar con él, y arrebatar a su pequeño la posibilidad de crecer en el seno del estereotipo de una familia normal. Ignoraba si fueron las hormonas, la esperanza de que todo siguiera como antes, o el miedo a la pérdida lo que provocó que lo condonara, firmando el contrato de rendición a sus caprichos. Poco a poco Miguel había dejado de besarla, los constantes rechazos ante los infructuosos intentos de Paola por mantener la pasión en el lecho conyugal, la habían llevado en algún punto a dejar de intentarlo. Fue un milagro que se volviera a embarazar cuando Leo tenía ya siete años. Se había cubierto con una fuerte coraza para que los constantes comentarios humillantes y el sarcasmo no le afectaran. Pero lo que sí le dolía era la mirada reprobatoria de su padre cuando algún comentario oprobioso ponía en evidencia su sometimiento.
Pero, más allá de repasar mentalmente cuál había sido la causa, su única opción era aguantar. No tenía otra posibilidad, económicamente no podía mantener un alquiler ni una niñera que le permitiera seguir trabajando. Llevaba mucho tiempo zurciendo sus medias por no poderse comprar unas nuevas, mientras que Miguel salía de copas con sus amigos, se iba a tomar cafés con supuestas clientas, y siempre tenía lo mejor. Él nunca le decía lo que ganaba y, si alguna vez se lo preguntaba, solo le respondía que lo único que debía importarle era que pagaba el techo sobre su cabeza, dando por finalizado el tema. Él solo se limitaba a pagar el alquiler, lo demás corría por cuenta de ella. Y no había sueldo que alcanzara.
Un día, al llegar al trabajo, se encontró con la terrible noticia de que Don Estanislao había fallecido. Lo encontraron por la tarde en su silla de ruedas, con su detenida mirada en la ventana, sosteniendo en la mano entumecida una nota dirigida a ella. Paola tomó el doblado papel que Nanci le entregó y leyó pausadamente, con la vista empañada.
«Mi querida Paola: en este momento en el que siento como poco a poco me abandonan las fuerzas y mis días se apagan, acepto la partida en paz y agradecido de haberte conocido. Le has dado significado a mis últimos años. Solo queda algo por trasmitirte: En ocasiones es indispensable la quema para obtener una buena cosecha. Como dijo Aristóteles, el fin último de la vida es la felicidad. Y yo te pregunto a ti ¿Qué esperas para construir la tuya?»
Paola fue a su habitación vacía, aún olía a Christian Dior, su perfume favorito. Se asomó a la ventana que tanto le gustaba y sus últimas palabras flotaron en el aire. De repente algo se rompió en su interior, la resignación. Una bocanada de aire fresco inundó sus pulmones y sintió que un inmenso amor le crecía por dentro, el propio. En ese preciso instante tomó la decisión.

LA TERCERA PUERTA
Graciela Reveco
Argentina
No tienes que hacerlo, dijo uno de los médicos en el instante que me acerqué al ataúd. Él leyó en mis ojos el acto reflejo; se considera un virtuoso chamán, y oblación su teatro con una cruz enorme sin Cristo que le llega al ombligo. Será tu fin, sentenció antes de unirse al resto de los asistentes. Ahora ya pasó todo eso, como un extraño vendaval, y el grupo de profesionales me observa.
Mi analista personal, atraído por el reflejo exterior de la ventana, me ignora; no sé si está triste o desolado. No pienso hablar. Desalojar las cargas alivia, pero me niego. Tantas veces quedé expuesta al mayor de los intersticios humanos: un corazón partido y sangrante, uno más en el quehacer cotidiano de sobrevivir a las culpas compartidas; no descarto que las mías tienen su estrato de pecado y de condena. Saben que presenciar la muerte de mi padre no me ha quitado el sueño, ni mucho menos lo que ocurrió después. Con el ánimo de apaciguarme, hice lo que demanda un corazón roto.
Papá murió instantáneamente, y no me produjo un efecto tácito; ejecutó de alguna manera su deseo. Cayó en el centro de la habitación y de inmediato tuvo asistencia, pero ya estaba bien muerto. Ni un grito, ni una lágrima, todo se paralizó dentro de mí. No deseo regresar a su enfermedad, a la intolerancia para sobrellevar la carga y a su muerte, aunque es imposible despojarme de todo lo que siguió: el velatorio, el olor de las flores en fermento, la lectura odiosa de su último deseo, la música muda en su garganta, pero bien viva en su discografía. Mi padre componía y cantaba, era un músico muy reconocido, y según su exigua versión, algo se quebró al enviudar, en el preciso instante de mi traspaso por el lúgubre canal de parto.
No pudo menos que hacer de mi persona su eterna compañía, su ilusión, sus proyectos, la sombra que lo acompañaba a todos los conciertos y veladas. Lo asistí como pude. Con amor, con devoción, con asco, desidia, dolor y placer; todo él producía una catedral de conmociones. Lo que yo hice ¿lo habría hecho mi madre? No hay nada más natural que necesitar la presencia cuando la fe se ha quedado eminentemente quieta en algún lugar del Universo, pero… eso no tenía nada que ver con mi cuerpo, y sin embargo su ímpetu escocía la piel con el fuego del cerillo en la candente oscuridad del erotismo. ¿Badanas para matar en sentido figurado?
Muchas veces mi padre buscó mi cama; la piel se le convertía en pequeños cuchillos de hielo y necesitaba de la mía para desafilar la soledad. Por la mañana, amanecía el padre común, pero quedaba el hombre contra sí mismo y contra el mundo. La fe se rompe y la oscuridad penetra los laberintos de los que se jacta la pluma de Borges, y apaga todas las luces blancas de los túneles. Me asesinaba, y luego se dejaba caer, en sopor, con la reconstrucción espiritual de Myra Hess en el piano, la misma que le provocaba Rimbaud en su paranoia poéticamente instaurada.
Mi padre culturizó mi vida para que amara a los principales referentes de su propia devoción artística, hasta que decidió morir, hasta que lo decidimos, hasta no sé bien qué ocurrió. El árbol de los genes es tan débil que lo rompe el instinto de conservación. Si abro la última puerta no veré a mi padre, veré el vacío que podría llenar con otra forma de vida. El pájaro al fin en libertad. Y eso no le conviene a ellos, que esperan que hable, para llenar sus bolsillos con el vuelo de mis alas blancas, que aun tristes y arrugadas valen lo que cada uno cobrará por mi salvación.
Dicen que es importante y hasta jerárquico regresar al legado genético; por el lado de mi madre, digo, con el beneficio de un árbol genealógico cuyas raíces están lejanamente ligadas a las de Emilia Kaczorowska, mujer carismática, católica apasionada, que buscó la forma de que su hijo privilegiado naciera muy cerca de los templos de Dios. Por ese diminuto y casi inverosímil nudo sanguíneo está escrito, en los sánscritos espirituales de la familia, que nadie debe abandonar al otro. He tenido muchas dudas respecto de su descendencia y sobre todo de su muerte. Cuando vi a la mujer que avanzaba insegura hacia el oscuro féretro donde descansaban los restos de mi padre, supe que era ella, que no había muerto, simplemente nos había abandonado a los dos, y pude comprender el dolor de mi padre y su necesidad de que yo la reemplazara. Ingresó al salón blancamente dorada; era sin duda de origen polaco, alta, rubia y de ojos claros, como los míos.
Miró apenas el rostro lívido del cadáver, reconstruido eficazmente por un artesano funerario, y se alejó confusa. Cruzó las piernas tras apoyar su delgada contextura en el fondo del sofá. Nadie se atrevió a quebrar la impresión de los movimientos, nada se oía más que el rumor del piano emergiendo desde el equipo de música instalado en el pasillo, y la voz que planteaba la primera consigna, la voz de mi padre, con su fotografía en la pantalla del ordenador. Un ceremonial insólito como él, y la presencia de la mujer, con su inexplicable falta de amor y su ridículo y lejano parentesco con alguien declarado santo por la Iglesia. ¿Esperaba algún tipo de herencia?
El velatorio también convocó a un grupo de míseros individuos. Estacionaron sus vehículos frente a la casa mortuoria e ingresaron de uno en uno, como una cadena de acuerdos previos para dar fin a la historia. Mi padre ya se había encargado de eso y lo voceaba desde un audio. Se atrevió a un discurso de despedida y lo entregaba antes de que retiraran el ataúd en busca del fuego eterno. Por supuesto, ya todos sabían que no quería quedarme con las cenizas. También tuvo tiempo para una edición gráfica, por lo tanto, una pila de libros descansaba a un costado del objeto de la ceremonia.
Desde un móvil, que simplificaba los aditamentos editoriales, la voz emitía la consistencia original del relato, obsecuente a la voluntad del autor, una sincronía perfecta entre la bienvenida y el adiós. En medio de ese gorjeo pausado, como si mi padre supiera que faltaba alguien más, el chamán traspuso la puerta de entrada, que para la ocasión estaba constituida por una cortina malva mora, sostenida a ambos lados por un lazo oscuro. Este individuo, parte del equipo médico que me atiende, si bien no representaba nada sustancial en la vida del occiso, lo que dejó sobre el ataúd sí lo era: un crucifijo de metal que parecía una pequeña lanza espejada, filosa, que terminaba en punta, una especie de cuchillo de colección.
Semejaba a la cruz que le colgaba hasta el ombligo, pero en este caso con la ostentación del Cristo. La ofrenda era una verdadera belleza artesanal, delineada por las manos de un gran artista. Le agradecí con una sonrisa de luz, y sus ojos, más que su boca, pronunciaron las palabras: No tienes que hacerlo; será tu fin. Cobraba muy bien sus servicios y sus adivinaciones. Yo necesitaba hacerlo, y lo hice, a pesar de que mi analista personal andaba por ahí tratando de que sobrellevara el momento; la cara de la hipocresía científicamente vestida de blanco. Yo intentaba distraerme con los detalles del grotesco teatro fúnebre, con el hedor de las flores, el sonido de las últimas palabras de mi padre y al suave acorde de algunas sonatas de Beethoven, suites de Bach y conciertos varios de la era romántica, interpretados mágicamente por los dedos de Myra Hess.
El piano de la inglesa arrancaba todas las fibras que tejía su elevación espiritual, del mismo modo que los relatos, imbuidos en esa atmósfera húmeda y quejumbrosa. Cada individuo recibía el mensaje y luego iniciaba una migración silenciosa, lo que seguramente divertía al occiso hasta el fondo de su propia muerte. Mi padre sostenía que nadie transcurre por la vida sin dejar su legado, su huella, su dolor inevitable y su alegría. En soledad, ligado a mí con desamparo, se hizo digno del acercamiento de mucha gente que tenía sus propios intereses. La concepción inicial estaba en el amor, en todas esas formas virtuosas, o no, de relacionarse con la piel de los demás. También estaba en juego la radiestesia física en lo espiritual, frente al enigma de los bienes naturales, a la comprensión del sentido de la vida y el atrapar la fe con inteligencia y practicidad. No faltó en su discurso un misticismo radical, que en definitiva no le importaba a nadie. Lo único que justificaba la congoja general era su fortuna, prometida una y mil veces en situaciones de riesgo. Algunos bostezaban aburridos, otros susurraban sin disimulo, mientras un viento raro se llevaba el hedor floral y los fantasmas violetas que los cirios dibujaban sobre las paredes blancas. Cuánta gente, cuánta música, cuánto olor repugnante, cuánta palabra de mi padre para mandarlos a todos al santo demonio, principalmente a mi madre.
Nunca había percibido en una voz de muerto tanto desprecio subliminal, adiestrada en vida a emerger con un vibrato musical maravilloso. Uno a uno, ultrajados en su fe más despótica, fueron dejando el recinto, menos mi madre, mi analista y yo. El brillo del crucifijo encima del féretro me traspasó la piel y me llevó hasta él. Ella hizo lo mismo. Me miró a los ojos sin expresar nada, y no le di tiempo a que tratara de fingir alguna estúpida emoción teatral. Se quedó encogida a los pies del ataúd, tal vez esperando la posibilidad del perdón por esa mezcla poco creíble de sangre privilegiada. El crucifijo del chamán nos brilló a las dos al mismo tiempo; podía escuchar los gritos del silencio de la muerte. Mi analista, entre tanto, apagaba el ordenador y la música, sin tiempo para evitar lo que había vaticinado el chamán.
Entre eso y mi ataque de pánico, sé que mi cuerpo funcionó como una roca con mil agujeros por donde escapaban chorros de un manantial desconocido; emergían más allá de las nieves en vertical descenso y con el poder de revertir la bruma en agua celeste. La poesía siempre me ha sublimado y la busco para protección, pero tanto almíbar, junto a las técnicas de meditación oriental, la terapia antidepresiva y todo la parafernalia médica, no sustituye la eficacia de los fármacos, ni alivia los efectos secundarios; no en mí. En el acto final de la comedia tuve una asistencia formal; la fortuna de mi padre sobra, pero no consigue la paz del cuerpo que confronta continuamente con el instinto.
¿Tengo que abrir la última puerta? No tienes que hacerlo, dijo el chamán, pero él se refería a la segunda. En la primera, empujé nada más, sin violencia, y ahogué el grito frente a mi padre terriblemente muerto en medio de la habitación; cenizas para el olvido. No tienes que hacerlo, dijo, pero lo hice. Abrí la segunda puerta.
El analista sigue absorto y seriamente estirado, mirando por la ventana hacia un punto donde todavía brilla el sol; me ignora, no sé si triste o desolado, mientras que el grupo de profesionales apostados en la sala me observa como si fuera un objeto de otro planeta. Ya no existen oscurantismos dentro de mí, solo un delicado terror que educaré en silencio. Adivino en el rictus de las bocas y en cada mirada el jugoso tributo por mi custodia. Les preocupa mi propia vida y mi silencio. Quieren detenerme. No vi al chamán con su cruz sin Cristo hasta que preguntó: ¿Sigues pensando en abrir la última puerta? Él sabía lo que iba a hacer, lo que hice, y lo que haría. Mi padre lo imaginó, y lo deseaba. Acerqué el arma a su boca y disparé. Tuve un permiso especial para estar en su velatorio, y antes del ataque de pánico tomé el crucifijo del chamán, que descansaba sobre el ataúd, y lo clavé en el pecho de mi madre.
Ellos temen. Saben que la tercera puerta soy yo.

PERFUME DE GARDENIA
Xóchitl Robles Bello
México
Perfume de Gardenia tiene tu boca
Bellísimos destellos de luz en tu mirar
El Jibarito, Rafael Hernández.
Así cantaba Simón acompañando a la Sonora Matancera mientras manejaba su flamante taxi, oloroso a vainilla, que con cuidado había lavado en la mañana como era su costumbre para poder dar un servicio de primera.
Le gustaba andar siempre limpio, rasurado y hasta se ponía todos los días su loción Old Spaice antes de irse a trabajar. Mientras lo hacía contemplaba los árboles que encontraba en su camino. Le parecían tan bonitos; los macuilís llenos de flores color de rosa que caían en el suelo para formar una colorida alfombra. Los guayacanes y los mangos que en esa temporada estaban cargados de fruta. Se sentía plenamente feliz.
Hola Paco ¿Cómo estás? pásame el diario Presente porfa.
De reojo pudo leer; “Choca cafre” todo en letras rojas y ocupando media plana.
Ásu, dijo sorprendido.
Tu risa es una rima de alegres notas
Se mueven tus cabellos cual ondas de la mar
Seguía cantando Bienvenido Granda.
Su ánimo ya no era tan festivo. Se preguntaba si sería alguno de sus compañeros el causante de la desgracia. Escuchó la sirena de una ambulancia. Apresuró la marcha y se hizo a un lado para dejarle el camino libre.
Como siempre que veía pasar un vehículo de esos, dijo la pequeña oración que había aprendido de su abuela, por la salud de los accidentados.
Le hicieron la parada.
Buenos días saludó con amabilidad ¿A donde?
Vamos a la terminal de las combis, prestas tu periódico?
Por el espejo retrovisor observó a su pasajero, un hombre de mediana edad con una playera a rayas descolorida, greñudo, con los ojos medio abotagados, quien no se había molestado en contestar su saludo.
Sin decir nada, le pasó el diario.
¡Uta,pobre cuate!, ¿ya viste la noticia? Apañaron al que manejaba, todo por detenerse después de atropellar al de la moto. Pinches motociclistas, donde quiera se atraviesan. Son tan pendejos que algunos ni casco traen. Y hasta con su vieja y sus chamacos.
Yo manejo una combi y ahí nos han dicho que si le damos a alguien nos pelemos. Es más cuando te lleves a alguien de corbata si piensas que no se murió es mejor que te eches de reversa y lo remates, pues sale mas barato pagar un muerto que un herido en el hospital. Ya parece que yo me voy a detener. Estoy tarado o qué.
Simón se empezó a sentir incómodo.
…y llevas en el alma la virginal pureza por eso es tu belleza de un místico candor
Oye, hermano quita esa madre. Mejor prende el radio.
…las investigaciones continúan, el procurador declara que éstas se llevarán a cabo hasta dar con los culpables del asesinato de la familia en Jonuta. Se ignora el móvil de la masacre.
¡Cabrones!, quesque no saben por que los mataron. Se hacen güeyes, a poco de gratis. Seguro tenían tratos con los narcos y como a los de la judicial también les pasan su lana, por sí muere, nadie sabe, nadie supo.
Ya llegamos. Nos vemos. No se te olvide: es mejor rematarlos.
El buen humor de Simón había desaparecido. Ahora se mostraba preocupado. Hacía mucho calor y el ambiente era pesado. Su flamante taxi olía mal. La vainilla mezclada con el sudor del pasajero greñudo apestaba.
¡Taxi, taxi!
Una indita de falda larga, un pañuelo amarrado a la cabeza, y dos niños descalzos, cada uno de ellos con una caja de cartón amarradas con cordones, le hacían desesperadamente la parada.
El taxista estaba cansado. Tenía hambre y quería llegar a comer ese rico puchero que su mujer le prometió. Pero los niños que sostenían con dificultad las cajas bajo el rayo del sol de mediodía, lo hicieron detenerse. Antes de subir, la mujer preguntó:
¿Cuánto me cobras pa’ donde salen los camiones que van a Chiapas?
Viéndola de cerca le dio mas lástima. Flaca, flaca como un perro sarnoso. El sudor le escurría por la cara, y en los brazos, medio tapado con el rebozo, llevaba un niño dormido.
No te preocupes. No te cobro. Súbete yo te llevo.
Rápido, antes de que lo pensara bien, la mujer subió a los niños con los cartones en la parte de atrás. Ella con el niño en brazos y una bolsa de yute colgando del hombro, se sentó junto a él. El olor a orines le lastimó la nariz.
¿Ya te vas para tu tierra?
Si, tengo que entregar a éstos niños que me prestó mi compadre.
¿Qué, no son tuyos?
No, me los traje pa’ que me ayuden a juntar dinero en las esquinas. Como los ven chiquitos la gente les da y juntan güenos centavitos. Pos’ como ellos no salen del pueblo, me los prestaron pa’ que conocieran. La vez que vine sola no saque casi nada, pero con los chamacos me jué re bien.
El que me daba harta lata es éstedijo señalando al pequeño que llevaba en el rebozoPero el compadre Abundio me dijo: “llévatelo comadrita, ya ves que si te ven con él te va re bien. Nomás le das éstas pastillitas y pa’que se duerma”. Que se las doy y así ni lata me da.
Pasaron por un bache y con el movimiento del auto sonaron unas botellas.
¿Qué llevas en esa bolsa?
El trago pal’ Policarpo. Me presta a sus escuincles pero le tengo que llevar su zorro.
¡Ya llegamos!¡ Bájense, bájense, córranle a comprar los boletos!
Y sin decir más corrió con sus mocosos, sus cajas, su mugre y el pomo pal compadre.
¡Me lleva! Simón no podía más. El hambre, el calor, los autos que a esa hora se movían lentamente; los olores mezclados del sudor, la vainilla y los orines, lo pusieron de mal humor. Pensó en volver a escuchar su C.D. preferido para
calmarse. Mientras lo ponía, una anciana con un bastón atravesaba lentamente la calle. La vio a tiempo y pudo frenar.
¡Órale, pinche vieja, apúrese o me la echo!
perfume de gardenia tiene tu boca
perfume del amor…
